Peor que querer huir sin tener a
donde ir, es no tener piernas para correr. Yo aprendí a dejar de contar con la
gente el día que me quedé sin dedos que restar. Y aunque los dedos no vuelven a
crecer, todo llega y todo pasa. Y una mañana te das cuenta de que no has pasado
esa canción, y puedes volver a escuchar la voz de Calamaro sin que duela. Y
duermes mejor porque ya no hay nadie que te robe el sueño.
Entonces te atreves a tener una
primera cita y lo llevas a aquel bar donde recitaban poesía, pero esta vez os
encienden la vela que decora la mesa mientras te sigues engañando pensando que
controlas la jugada. Pero aquella melodía sonaba demasiado bien, y mira que nunca
fui diestra con la guitarra.
La segunda vez parecía que nuestras
bocas estuvieran imantadas mientras fantaseábamos con seguir la partida sobre aquella
noria y el césped nunca hizo mejor de colchón. Es que joder, te juro que
contigo creí que de verdad había playa en Madrid, y hasta que el agua me mojaba
los pies. Y nunca me gustó tanto mi nombre como cuando eras tú quien lo utilizaba
delante de Me corro.
Porque fuiste el primero en pedirme
que me quedase a dormir aún antes de llegar e hiciste que me corriera sin
dejarme salir corriendo porque había café recién hecho en la cocina. Y aunque
no sé lo que sentí, fumada tumbada a tu lado parecía que siempre estaba
amaneciendo, y nunca hubo mejor skyline de Madrid que la silueta de tu espalda.
Nos olvidamos tan pronto el uno del
otro como se cerraban las puertas de aquel autobús. El instinto de que algo ya ha
terminado antes de que la despedida sea oficial. La única vez que te permitirás girarte para verle alejarse a
sabiendas que así será lo más cerca que vuelvas a tenerle.
Y todavía no sé si el frío era
fiebre o ausencia, ni la cantidad de lágrimas que habrán desbordado por los
asientos de los taxis de Madrid. Pero dejé de ensuciar con rímel mis pestañas
el mismo día que dejé de contener las lágrimas, y menos mal, si no habría montado
un auténtico espectáculo en el hospital; y dicen que la función debe continuar.
Seamos sinceros, por muchos parches
que sigamos poniéndole a esto llegará el momento en que la bicicleta deje de
rodar; y si seguimos dividiendo nuestras mitades al final no nos quedará nada
que echar a la boca.
Y que no me digan que saben lo que
es el jet lag si no han pasado una noche entera follando contigo. Y es que hay
tipos de violencia que te pueden hacer sentir más libre.
Podría haberme acostumbrado a vivir
en esas cuatro baldosas frías de la cocina mientras cenamos sentados en el
suelo fumando y riendo. O ducharme cada mañana en ese baño lleno de espejos con
el reflejo de dos cuerpos que utilizan la misma toalla. O dormir cada noche en
esa cama mojada, con rap en las paredes y vistas a un aparcamiento desierto.
Ya sé que no veré llegar el
invierno desde esa misma ventana, pero ya granizó siendo verano, y la primavera
pasó corriendo y descalza por toda la
casa.
Tienes la asombrosa facilidad de
hacer sentir bien a la gente, y sé que sólo soy una puta más sin privilegios
aunque me sintiera una diosa cuando ibas a comprarme el desayuno por la mañana.
Aún te quedan manos con las que agarrar las de otras por este camino, pero
espero que aún no quieras soltar la mía, porque aunque ya no haya tanta altura,
seguiría habiendo caída. Y es que me pierde esa sonrisa de niño pequeño
imaginando alguna fechoría, y la seriedad del hombre que me susurra al oído que
me arrancará la ropa nada más subir a casa.
No he llegado en un buen momento y
sólo soy una herramienta con la que alcanzarás aquello que realmente estás
buscando. Siempre fui una oportunista en la vida de los otros. Y las notas de
mi móvil parecen el diario de una relación que en realidad no ha sido, pero nunca
me he sentido tan guapa como reflejada en tu espejo desnuda y sin maquillar
cuando eras tú quien me abrazaba.
No hubo última cena por alargarse
hasta convertirse en desayuno en la cama. Ni me lavaste los pies, pero me
metiste en la ducha y me arropaste con tu toalla. Y en ese último viaje en
autobús tú también te diste la vuelta.
Si en lugar de agobiarte hubieras
hecho caso a mi tatuaje hoy seguiríamos manchando aquellas sábanas, con el
ritual de vestirme con tu ropa para cenar y los desfiles desnudos por el
pasillo buscando tu cama.
Ahora son tantos mis pedazos rotos
que dudo que exista alguna forma de volverlos a unir, ni una caja lo
suficientemente grande donde guardarlos todos bajo llave.
He recibido tantas hostias que mi
piel se ha hecho callo, y mi mordida está sellada con el protector bucal de un
boxeador. No creo que sea más ágil con el paso de los años, pero del dolor a la
aceptación, y de la aceptación al rencor los escalones son más pequeños, y
aunque de verdad deseo que te vaya bien, espero que me eches de menos. Porque
aunque no fuera el momento espero que sepas que no vas a conocer a ninguna como
yo aunque tú tampoco me conocieras del todo. En la segunda cita me dijiste tantas cosas
bonitas que dudo que quepan en otra persona aunque mida más de metro y medio. Y
aunque el sexo fuera genial, no creo que sea fácil encontrar a otra que te suba
a la noria, te dibuje, y se siente en el suelo de la cocina a cenar mientras
fumáis y compartís una litrona.
Esa eterna manía de buscar la
libertad entre distintas piernas, como si por cada polvo os colgaran una
medalla, y el sexo se volviera tan consumista que primara siempre la cantidad
sobre la calidad de aquella que realmente lo merece.
Prometo que si no muero de
deshidratación al verte la última vez a través de la pantalla del televisor,
bailaré sobre tu tumba toda la noche con una copa en la mano por todos los
planes que dejaste en el aire.
El final era predecible. ¿Cómo iban
a vivir una luna de miel un par de alérgicos a las abejas?
Pero aunque esté contraindicado y
no haya antihistamínico que alivie ese dolor seguiré esperando, porque esa sala
de espera ya se ha convertido en mi casa.
Aunque si ha bastado una semana para perdernos
no sé las vidas que nos separarán cuando al fin vuelva septiembre.