miércoles, 26 de febrero de 2014

Stand by.

Siento que vivo en ese eterno Stand by que describía Extremoduro, mirando una estrella siempre en estado de espera. Yo también bebo rubia la cerveza pero ya no hay ningún pelo del que quiera acordarme. Ya nunca recuerdo nada. Y hasta considero contraproducente seguir yendo a conciertos de cantautores. Siempre me pasa lo mismo, que me paso con la bebida y salgo por la puerta sabiendo que nunca me dedicarán a mí una de esas canciones. No ellos, sino cualquier otro hombre que pueda pasar por mi vida. Y no una canción, sino algún pequeño sentimiento que pueda ir escondido dentro de alguna de ellas.

Me muero de dolor cada vez que escucho introducciones a alguna canción como esta: Hay amores que pasan sin pena ni gloria. Otros que tienen un recuerdo amable con el paso de los años. Y hay otro tipo de amores que son como los huesos rotos que acaban sellando pero duelen con el cambio de estación, de esos con los que puedes andar y seguir haciendo tu vida, pero siempre con una pequeña cojera.

Y sé que si alguna vez se me considera amor, estaré ubicada en esa dolorosa primera categoría. Me siento como el jugador que espera sentado en el banquillo su turno para entrar al campo, o como ese pobre niño patoso que espera en el patio del colegio durante  el recreo a que le escojan para jugar en uno de los equipos. Estoy cansada de esa espera constante en la que vivo para ser de una vez elegida. Por mi lado ya he visto pasar al niño miope que se tiene que quitar las gafas y nunca ve cuando se acerca la pelota, el niño gordito está colocado de portero, y hasta el más patoso que juega más por obligación que por gusto, ya ha sido elegido y corre como delantero. Ya no recuerdo lo que era saltar al campo. Incluso en aquellas pocas ocasiones en las que me dejaron jugar, cuando marcaba siempre era fuera de juego. Creo que nunca aprendí bien las reglas.

Sé que no existe varón  que vaya a darse la vuelta cuando mi culo pase por su lado. Que no seré ese recurrente sueño húmedo que se repite cada noche. Sé que no voy a ser recordada por nadie como el gran amor de su vida, simplemente soy la antesala a esa otra, las escaleras de incendios cuando quieres subirte a un polvo desesperado alguna noche, cuando sólo quedan un par de chicas bebiendo en la barra.

Vivo en esa sala de espera sin esperanza de Joaquín, y a pesar de que tenga grabado con tinta que sólo voy a vivir una vez, continúo en esta absurda espera  de no saber tan siquiera que es eso que tanto ansío que pueda entrar en mi vida. Y dudo que exista. Algunos creen en Dios, yo simplemente espero. Así paso mis días. Como si pulsando más veces el botón de actualizar en Facebook fuera a cambiar mucho mi vida. 

De tanto pensar se me ha olvidado dormir, y estoy segura de que en estas noches insomnes, sobre otra almohada, nadie dedicará ni un solo minuto a pensar en mí.

Todos esos datos.

¿Qué se hace con los datos que guardamos de todas las personas que han pasado por nuestra vida? ¿De qué me sirve memorizar las distintas tallas de camiseta, el color de todos los boxers, los distintos tipos de condón y sus marcas favoritas? ¿Qué hago con la canción adecuada para cada momento justo,  saber lo que sentían con una escena concreta de alguna película o con todos los nombres de todos sus amigos y familiares? ¿En qué puedo invertir ahora todos esos datos que ocupan mi memoria? ¿Por qué no se pueden canjear con otros datos que puedan serme de utilidad en el futuro? ¿O por qué coño no soy capaz de borrarlos o reemplazarlos?

Los nueve números que marcaba cada vez que quería hablar contigo. El número de pasos desde la boca del metro hasta tu portal.  El número de veces que comunicaba tu telefonillo hasta que me abrías la puerta. El número de escalones que me conducían hasta tu segundo sin ascensor. La hora exacta a la que entrabas y salías de trabajar. Tu día favorito de la semana, en el que ambos sabíamos que se nos iría de las manos. El número de veces que viste a Bruce Springsteen en concierto. Las distintas tallas de pie de las zapatillas que decoraban el suelo de mi cuarto. Los días de cumpleaños con sus consiguientes regalos perfectos. El número de tatuajes que decoraban tu cuerpo. Las fotos que me mandabas para que desde la distancia pudiera degustar los platos que cocinabas.  El número de días, semanas o meses que duraban esos pequeños letargos a los que yo llamaba relación. El número de promesas que no cumpliste. El número de la pista que más te gustaba de tu cd favorito. El color de jersey que mejor te sentaba. El número de cervezas que debías tomarte para que no pudieras decirme que no a nada. El número de veces que posponías la alarma antes de despertarte. La hora exacta en la que tenías que sacar a pasear al perro. El día exacto en que nos conocimos. Los títulos de los libros que teníamos como pendientes. Tus cinco películas imprescindibles. La lista de destinos a los que queríamos ir. Cada uno de los bares que nos vieron meternos mano con descaro. El número de tazas de café que consumías al día. Tu marca de tabaco favorita. La chulería con la que te encendías el cigarro. El número de conciertos en el que nos oyeron gritar. Lo que significaba que el primer chupito fuera de absenta. Las veces que me acompañaste a casa. Qué hacer en cada momento para que te sintieras satisfecho. Cómo provocarte el orgasmo. El idioma que inventamos sin gestos ni palabras, sólo con una simple mirada.

El número de días transcurridos desde que cada una de esas personas salieron de mi vida.

lunes, 3 de febrero de 2014

Generación X.

Somos la generación que dejó de saber comunicarse de forma natural y pasó a utilizar todo tipo de chats, redes sociales o aplicaciones de móvil sin atreverse a hablar cara a cara. Ya no sabemos expresar emociones si no es mediante emoticonos.

Somos una generación de perezosos y comodones, en la que tenemos más acceso a la información que nunca, estamos más cabreados que nunca, pero nos movemos menos que NUNCA.

Ya no sabemos relacionarnos con personas desconocidas y en lugar de echarle valor para empezar a entablar una conversación con alguien optamos por descargarnos el Tinder o meternos en Adopta un tío, Badoo o cualquier otra red de contactos en la que te escondes tras una pantalla del ordenador en pijama, calzoncillos o sin maquillar y con el pelo grasiento, y en la que sólo hablas con las personas que te han aceptado por haberles gustado la foto que tú les has querido mostrar. Esa foto cuidadosamente seleccionada en la que apareces lo más apetecible posible, para luego hablar sobre los mismos intereses comunes que habéis puesto en la susodicha página. Ya ni se le da la mínima oportunidad a las chicas o chicos que de entrada no parecen modelos de catálogo.

Vivimos en una sociedad de consumo en la que se paga con el físico como moneda de cambio, y se utilizan los cuerpos como meros caprichos, de los que te cansas a las dos horas, cuando tomas consciencia de que ese cuerpo con el que te has acostado forma parte de una persona que piensa y habla, en lugar de ser un objeto para propia satisfacción sexual que en lugar de plástico, es de carne y hueso.

Somos una generación de débiles y neuróticos. Subimos fotos a Instagram de nuestras caras, nuestros cuerpos, y las chicas de las piernas, porque no sabemos querernos a nosotros mismos por nosotros mismos. Tenemos la necesidad de que alguien nos diga lo guapos que somos, aunque sea un absoluto desconocido al que le has dejado entrar a tu perfil o que has incitado a entrar mediante los famosos Hashtag, porque nos encanta hacer pública nuestra vida como si fuésemos una jodida estrella de Hollywood.

Somos débiles y patéticos no sólo por el hecho de querernos a través de los ojos y las muestras de apoyo de cualquiera que no seamos nosotros, sino porque vivimos con la necesidad de estar en permanente contacto a través de Whatsapp  con alguien, aunque sea manteniendo las conversaciones más triviales cuando vas sentado en el metro. Y se nos va la vida cuando se nos acaba la batería del móvil como si fuéramos todos unos putos adictos a la heroína.

Somos unos ridículos ególatras. La generación del vivir por y para aparentar ser lo que no somos. La generación de sonreír en las fotos cuando no estamos bien y la de hacernos auto-fotos diciendo que estamos mal, para que cualquier persona pueda acceder a ella y nos dé ánimos. Aunque de un absoluto desconocido se trate.

Vivimos en un momento en el que tenemos más acceso a la cultura que nunca, pero no la valoramos ni la aprovechamos. Y los pocos que lo hacen, se consideran verdaderos amantes del cine francés en el que sólo incluyen a Godard, como si fuera la mayor revelación del cine de todos los tiempos al que hay que venerar y cuyos fotogramas hay que fotografiar con filtro de por medio, para subir a alguna de las numerosas redes sociales, para que todo el mundo, porque no sólo tus amigos, vean lo culto que eres. Y todos tenemos como libro de cabecera Lolita, e incluso nos compramos las gafas rojas que aparecen en la portada de la novela, y soñamos con grabar cortos caseros en Super 8, aunque nos conformamos con Vine, creyéndonos directores noveles con asombroso talento.

Somos la generación que considera en logo de Los Ramones, los Rolling o Joy division una simple marca de camisetas. Los que van a museos o modernas exposiciones sólo para que algún amigo les fotografíe admirando una foto o un cuadro como si fuera el más entendido del mundo y Andy Warhol su mayor fuente de inspiración.

Somos la generación en la que las chicas odian a los chicos por buscar únicamente polvos de una noche, mientras subimos sugerentes fotos en bragas a Instagram, y ellos dicen creer en el amor mientras consideran romántico irse de putas porque es muy de cantautor mientras apuran las copas pensando en alguna y lamentándose en lugar de tener el valor de hacer una simple llamada de teléfono.

Somos tan neuróticos, que montamos verdaderas batallas campales por una simple hora de conexión que no nos cuadra o un doble check sin respuesta. Y consideramos amor verdadero lo que se oculta tras un me gusta en Facebook o el regalo de una vida en el Candy Crush. Mientras nuestros sentimientos siempre quedarán bien ocultos tras los 140 caracteres de Twitter.


Y si nos pillan;

siempre podremos decir que es la letra de una canción.

Siempre tras alguna pantalla.

Siempre sin dar la cara, y


por supuesto, siempre sin decir la verdad.