Somos la generación que dejó de
saber comunicarse de forma natural y pasó a utilizar todo tipo de chats, redes
sociales o aplicaciones de móvil sin atreverse a hablar cara a cara. Ya no
sabemos expresar emociones si no es mediante emoticonos.
Somos una generación de perezosos
y comodones, en la que tenemos más acceso a la información que nunca, estamos más
cabreados que nunca, pero nos movemos menos que NUNCA.
Ya no sabemos relacionarnos con
personas desconocidas y en lugar de echarle valor para empezar a entablar una
conversación con alguien optamos por descargarnos el Tinder o meternos en Adopta
un tío, Badoo o cualquier otra red de contactos en la que te escondes tras una
pantalla del ordenador en pijama, calzoncillos o sin maquillar y con el pelo
grasiento, y en la que sólo hablas con las personas que te han aceptado por
haberles gustado la foto que tú les has querido mostrar. Esa foto
cuidadosamente seleccionada en la que apareces lo más apetecible posible, para
luego hablar sobre los mismos intereses comunes que habéis puesto en la susodicha
página. Ya ni se le da la mínima oportunidad a las chicas o chicos que de
entrada no parecen modelos de catálogo.
Vivimos en una sociedad de
consumo en la que se paga con el físico como moneda de cambio, y se utilizan
los cuerpos como meros caprichos, de los que te cansas a las dos horas, cuando
tomas consciencia de que ese cuerpo con el que te has acostado forma parte de
una persona que piensa y habla, en lugar de ser un objeto para propia
satisfacción sexual que en lugar de plástico, es de carne y hueso.
Somos una generación de débiles y
neuróticos. Subimos fotos a Instagram de nuestras caras, nuestros cuerpos, y
las chicas de las piernas, porque no sabemos querernos a nosotros mismos por
nosotros mismos. Tenemos la necesidad de que alguien nos diga lo guapos que
somos, aunque sea un absoluto desconocido al que le has dejado entrar a tu
perfil o que has incitado a entrar mediante los famosos Hashtag, porque nos
encanta hacer pública nuestra vida como si fuésemos una jodida estrella de
Hollywood.
Somos débiles y patéticos no sólo
por el hecho de querernos a través de los ojos y las muestras de apoyo de
cualquiera que no seamos nosotros, sino porque vivimos con la necesidad de
estar en permanente contacto a través de Whatsapp con alguien, aunque sea manteniendo las
conversaciones más triviales cuando vas sentado en el metro. Y se nos va la
vida cuando se nos acaba la batería del móvil como si fuéramos todos unos putos
adictos a la heroína.
Somos unos ridículos ególatras. La
generación del vivir por y para aparentar ser lo que no somos. La generación de
sonreír en las fotos cuando no estamos bien y la de hacernos auto-fotos
diciendo que estamos mal, para que cualquier persona pueda acceder a ella y nos
dé ánimos. Aunque de un absoluto desconocido se trate.
Vivimos en un momento en el que
tenemos más acceso a la cultura que nunca, pero no la valoramos ni la
aprovechamos. Y los pocos que lo hacen, se consideran verdaderos amantes del
cine francés en el que sólo incluyen a Godard, como si fuera la mayor
revelación del cine de todos los tiempos al que hay que venerar y cuyos
fotogramas hay que fotografiar con filtro de por medio, para subir a alguna de
las numerosas redes sociales, para que todo el mundo, porque no sólo tus
amigos, vean lo culto que eres. Y todos tenemos como libro de cabecera Lolita,
e incluso nos compramos las gafas rojas que aparecen en la portada de la
novela, y soñamos con grabar cortos caseros en Super 8, aunque nos conformamos
con Vine, creyéndonos directores noveles con asombroso talento.
Somos la generación que considera
en logo de Los Ramones, los Rolling o Joy division una simple marca de camisetas.
Los que van a museos o modernas exposiciones sólo para que algún amigo les
fotografíe admirando una foto o un cuadro como si fuera el más entendido del
mundo y Andy Warhol su mayor fuente de inspiración.
Somos la generación en la que las
chicas odian a los chicos por buscar únicamente polvos de una noche, mientras
subimos sugerentes fotos en bragas a Instagram, y ellos dicen creer en el amor
mientras consideran romántico irse de putas porque es muy de cantautor mientras
apuran las copas pensando en alguna y lamentándose en lugar de tener el valor
de hacer una simple llamada de teléfono.
Somos tan neuróticos, que
montamos verdaderas batallas campales por una simple hora de conexión que no
nos cuadra o un doble check sin respuesta. Y consideramos amor verdadero lo que
se oculta tras un me gusta en Facebook o el regalo de una vida en el Candy
Crush. Mientras nuestros sentimientos siempre quedarán bien ocultos tras los 140
caracteres de Twitter.
Y si nos pillan;
siempre podremos decir que es la
letra de una canción.
Siempre tras alguna pantalla.
Siempre sin dar la cara, y
por supuesto, siempre sin decir
la verdad.
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