martes, 7 de octubre de 2014

Tierra del fuego.

Nunca pensé que el silencio pudiera colmar un vaso, pero ya no cabe una gota y estoy llorando. No sé si el charco de por medio es el remedio para tanto llanto, pero ya he empezado a alzar el vuelo. Ahora, que la soledad elegida en lugar de impuesta parece mi único consuelo.

En la antigüedad la gente pensaba que la Tierra era plana, y si andabas demasiado para el este u el oeste te caerías, pero yo sigo en Madrid y ya tengo las rodillas en el suelo. Cada mañana me levanto y ando descalza sobre piedras ardiendo dirección Tierra del fuego. Que no me vale un velatorio lleno de gente si no me visitan antes de ser tumba. Que no sigan maltratando mis maltrechos huesos si ya me los jodí dándolo todo por ellos. Que siempre es la misma historia; empezar a caminar con los pies de plomo para luego terminar corriendo desesperada como una perra buscando a su amo. Y ya no sé si abro la boca como reclamo, por sueño o por hambre.  O es el hambre de sueños lo que me parte.

Parece que hay gente que lo tiene todo, y otra que no tiene nada. Yo ya estoy cansada de apretar fuerte las manos intentando agarrar el polvo. Por no tener no tengo ni las clases de dancehall por estar ocupados todos los horarios. Y aquí sigo parada en la estación viendo pasar los trenes que no puedo coger. Aún nadie me ha explicado si es por no tener billete, o porque esta maleta cargada de lamentos me impide subir el par de escalones que me conduzcan a cualquier mísero vagón. Nunca quise tampoco viajar en primera clase,  y hay pañuelos que aún no han dejado de agitarse.  Pero a mí nadie fue jamás a recogerme a la estación. Ni tampoco a desearme suerte. 

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