Me siento libre y tranquila; como
el globo de helio que se escapa volando de la mano de un niño en la feria con
la brisa fresca del verano. O como el pie que parece andar sobre brasas en
lugar de arena de playa, y toca al fin el agua salada de la primera ola.
No sé si dando pequeños pasos con
mis pequeñas piernas me he ido alejando de la tristeza, o si vivo un letargo de
estabilidad en el que no hay cabida ni para las grandes alegrías, ni para mis constantes
y ridículas penas.
Quizá he empezado a madurar, o más
bien a cambiar de perspectiva, porque estoy segura de que siempre seré una
cría. Ya no me afectan las felicidades ajenas, ni las maravillosas historias de
amor que siempre son en tercera persona. No pienso en aquellas fiestas que con
drogas siempre se disfrutaron mejor. Ya no siento nada, ni recuerdo nada.
Intentando olvidar quité el billete
del metro de Roma que tenía siempre como marca páginas y me recordaba que un
día pisé esa ciudad por primera vez, al mismo tiempo que ponía el primer pie
sobre los 22 años. Ese pequeño papel demostraba que el año vivido en Italia no
había sido un sueño.
Y ya no sueño con quimeras.
Vivo con la tranquilidad de apagar
el móvil porque no hay llamada que se espere y con el sosiego del cigarro de
después pero sin haber existido un principio.
Son nuevos días de paz en los que me
he ido arrancando una a una las espinas y ya no queda nada que duela. O quizá
también he olvidado qué es lo que duele. No lo sé. Al menos no veo la sangre.
Sólo sé que ya no espero.
Pero espero, que si me pincho
alguna otra vez, sea con la rueca del para siempre de la bella durmiente.
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