La rutina y la soledad se quedaron atrás cuando te conocí. Fue entonces cuando el caos más absoluto entró en mi vida. Caos oculto tras un cuerpo tatuado que siempre prometía mucho más de lo que cumplía. Noches en vela y vasos de alcohol nos acompañaban cada noche en los locales más oscuros de Madrid. Susurros tontos. Besos cortos. Libertad y lujuria nunca antes consumidas.
Cada día recorríamos la Gran Vía con destino tu cama; y más tarde a la mañana me despedía como si realmente no sintiera nada. Rímel y pintalabios en el ascensor intentaban ocultar todo el desfase de la noche ya acabada. Moratones escondidos que aparecían en la ducha y me hacían sonreír al recordarte. Las risas y llantos batallaban cada día. Momentos en los que ficticiamente sentías. Una de cal y otra de arena constante. Mentiras. Obsesivos celos. Mentías…
Las semanas pasaban mientras me decías que me echabas de menos. Despedida en un hotel de la capital. Mezclamos vino, cristal y lencería. Estuviste increíble conmigo. Fundidos de forma permanente en un solo cuerpo. La euforia y la relajación más absoluta en un mismo sentimiento. Es duro saber que la mejor noche a tu lado sería tras la que yo marchaba. Jamás podré olvidar lo que sentí aquella noche con cada roce de tus manos, ni la tranquilidad que tenía recorriendo el tatuaje de tu pecho con las mías. Plaza España y yo siempre recordaremos nuestro último abrazo.
Dulce introducción al caos donde ya no hay cabida para más mentiras.
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